Me llamo James Harlem y soy boxeador profesional, o al menos lo era...
Me apodaban "la pantera del Bronx". He sido pentacampeón en pesos semipesados y pesados. Mis golpes y mi aguante físico a la hora de dar la talla en un combate eran mis aliados para dejar al púgil rival durmiendo en la lona. Siempre he sido cuestionado por no dar espectáculo, dejaba que me golpeasen un par de minutos y al tercer minuto antes de acabar el primer round ya dejaba al tío soñando con que era campeón, lo que me acarreó problemas con la Federación. Tenía que dar espectáculo, pero a mí no me importaba eso, me importaba ganar cuanto antes debido a dos enfermedades crónicas que padezco. Mis nervios en un combate me provocaban pérdida leve de audición y pérdida absoluta del sentido del tacto, y eso no es todo, también problemas respiratorios. Por eso tenía que acabar los combates rápido y no me importaba que la Federación se quejase.
Lo único que quería era demoler a golpes al rival, no importa quién fuese. Tuve una pelea con un boxeador al que dejé en coma. Luego con el paso de los años despertó. Su hermano pequeño también era boxeador. Noqueé a ambos. Eso fue en mi mejor época, jamás me derrotaron en sesenta y cuatro combates: dieciséis como amateur y cuarenta y ocho como profesional. Disputé el combate número sesenta y cinco y me vencieron. En ese combate ya me retiré. Les contaré mi historia.
Todo empezó cuando me dieron una paliza en el barrio en el que me crié. Los chicos me pegaban palizas por ser negro. Yo maldecía a América, "La tierra de las oportunidades", en la que si eras negro el lema se cambiaba por "La tierra de las dificultades".
Mi padre estaba en Johannesburgo, era médico, profesor y catedrático. Llegamos a América y se hizo barrendero, vendedor de perritos y un simple Don nadie. Esa paliza me marcó, me dieron tan fuerte aquella vez que me crearon un trastorno. Cada vez que me ponía nervioso perdía totalmente el sentido del tacto, lo que me motivó a vengarme de esos cuatro chicos. Me puse en mi escalón de casa, como siempre, hasta que ,como cada día, venían en mi busca.
Uno me cogió un brazo. Yo ya no sentía nada. El segundo me tomó el otro. El tercero y el cuarto me daban patadas en la barriga, probablemente dolorosas, pero yo, gracias a que perdí el tacto, no sentía nada, y ellos, bueno, ellos sí sintieron. De repente sus caras pasaron de una mueca vacilante a unos rostros serios e impresionados al ver que yo me reía. Me soltaron. Fue lo peor que hicieron. No sé cómo pero empecé a disparar una serie de fuertes puñetazos hasta dejarlos a los cuatro casi desmayados. Las noticias no tardaron en volar en ese barrio en el que las viejas miraban por las ventanas y contaban todo lo que habían visto. Así que mis padres se enteraron y me castigaron severamente.
Pasaron los días y alguna que otra semana, y de ese modo, la pelea se extendía a otras personas. Hasta que llegó a oidos de Zack Male, un promotor de boxeo que estaba interesado en verme, y si le gustaba lo que veía, en entrenarme. De modo que saltando unos pequeños detalles, me hice boxeador, a pesar de que a mi familia le pareció una atrocidad. Eso sí, cuando traía a casa dos mil o tres mil de los grandes empezaron a verlo desde otra perspectiva.
Ya llevaba nueve combates cómo boxeador amateur invicto. Todos llevaban casco menos yo, que sin que nadie lo supiera era inmune a los golpes cuando estaba nervioso. "¡Más tranquilo, más tranquilo!", decía Zack desde su esquina, mi manager. En lo que a eso respecta no le hacía caso. Tampoco me hacía falta ya que los combates no pasaban del primer asalto. Siempre tanteaba un poco para dar algo de juego y antes de acabar el primer asalto un par de directos al mentón y Bon Voyage aspirante de pacotilla.
Ya llevo dieciséis combates invicto, y tan solo acabo de cumplir los diecisiete. Mi cuerpo se fortalece y con él también mi mente. Aprendo a respirar mejor, a ser más letal y preciso en cada golpe. Aprendí a grabar en la mirada del rival la frase: "no voy a poder noquearle". Y así era, no lo hacían porque delante tenían a la pantera del Bronx.
Llegaron buenas noticias. Quizá las mejores en mucho tiempo. Ya tengo la licencia para competir en los pesos semi pesados. Estaba tan nervioso que perdí absolutamente el tacto y tuvo que pasar un rato hasta que volviese a recuperarlo.
Lo bueno de esto ahora mismo es que veía muchos beneficios. Tenía tan solo diecisiete años y veía por delante doce combates que disputar para llegar a ser campeón.
Ya había pasado un tiempo y me presenté al combate número nueve, donde al igual que los anteriores, tan solo duró un asalto. Mis fans coreaban mi nombre, pero el resto se quejaba. Han pagado para ver espectáculo, cosa que yo no doy porque acabo rápido los combates. No les daba tiempo a sentarse cuando tenían que levantarse, y eso a la Federación no le gustaba, pues perdían dinero.
Combate número doce. Aquí sufro muchos problemas. Quise dar espectáculo pero cada ronda que pasaba iba perdiendo facultades. Me ahogaba. Pierdo oido y además comienzo a sentir un poco los golpes, que viniendo de Troy Czech, no son precisamente buenos de recibir. Ya llevabamos ocho asaltos. Decidí ir ya a por el combate y de un jat seguido de un derechazo potente, éste cae y no se levanta. El árbitro cuenta. Cuando llegó a diez alcé las manos enguantadas en mis Charlie de color Azul al cielo y caí de rodillas ante la emoción. Todo el equipo me abrazaba. Por el micro se decía con entusiasmo: "¡¡¡el vencedor, y nuevo campeón de los pesos semi pesados es James Harlem, la pantera del Bronx!!!".
Recibí el cinturón de campeón y fue como volver a creer de nuevo. El campeón más joven de la historia con tan solo dieciocho años cumplidos hace tres días.
Se me presentó un momento difícil en mi carrera. Tuve que confesar mi secreto a mi médico, y él y un grupo de personas intentaron hacer una vacuna para que los nervios no alterasen mi sentido del tacto.
Pasaron unos meses y me convertí en aspirante al título de los pesos pesados. Cogí ocho kilos más y ya iba por treinta y tres combates oficiales invictos. Respecto a la vacuna ya estaba lista, pero en lugar de utilizarla para poder tener tacto a la hora de boxear, la usaba para las relaciones íntimas. Para poder disfrutar teniendo tacto, y no como antes, que al ponerme nervioso no sentía el calor ni el placer.
Ya eran treinta y nueve los combates y otros tres cinturones en mi palmarés. Cada combate era una victoria asegurada y al ser el campeón disputaba menos combates. Como siempre no pensaba en dar espectáculo, la Federación se desesperaba. Al igual que los rivales.
El combate cuarenta, y el cuarenta y dos fueron sencillos, demasiado para mí. Son los dos hermanos de los que al principio hablé. Uno de ellos está en coma. Siempre salía al ring con Bon Jovi de fondo y tenía la costumbre de llamar "renacuajo" a todo el mundo. No era mal tío, pero ahora está en coma. Esto es un deporte, me da pena, pero es un deporte.
Era mi combate número cuarenta y cuatro, el último de mi carrera. Semanas atrás estaba haciendo un inadecuado abuso de la vacuna. El efecto se hizo crónico. Ya no disponía de la ventaja de no sentir nada, ahora sí tenía tacto. Salí al combate aterrorizado, entre flashes de cámaras, ruido del gentío, música. Mi sensación había cambiado, llevaba años sin saber lo que era sentir un golpe y hoy iba a recibir lo que se siente, y de nuevo contra Troy Czech.
Golpe tras golpe me acosaba y no era capaz de dar un triste puñetazo. Mi cara estaba amoratada, como nunca la había visto nadie. Sonó la campana del décimo asalto y no pude oir lo que mi manager me decía. Sólo miraba a los lados viendo como gente me apoyaba con pancartas y otra parte del público que me abucheaba. Sonó la campana de nuevo que hacía empezar el undécimo asalto y ya respiro fuertemente. Salgo decidido. Mis puños y mis reflejos no me fallaron y le otorgué a Troy el privilegio de dormir en la lona. Gané ese combate. Aunque fue mi quinto cinturón y yo sólo tenía veinticuatro años, decidí retirarme del boxeo para sorpresa de muchos. Expliqué durante una rueda de prensa la ventaja que había tenido durante años. Muchos me miraron mal. Las portadas de periódicos deportivos me tachaban de impostor, de cobarde. Otros, la gran mayoría, me apoyaba. Tenía dinero, ahora una familia y una carrera que será recordada como la de "James Harlem, el boxeador sin tacto" en lugar de "la pantera del Bronx".
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